España: vinos , la nueva bodega de Protos en Peñafiel

A veces forman una pareja apasionada: a los arquitectos les gusta el vino y los viticultores consiguen hablar alto gracias a la arquitectura. Pero los matrimonios de conveniencia están empezando a lastrar esta curiosa relación. La arquitectura-anuncio de aires rompedores, que sorprendió en La Rioja con bodegas como las de Frank Gehry para Marqués de Riscal o las de Santiago Calatrava para Ysios, convive últimamente con el pastiche neotradicional por el que han apostado bodegas como Arzuaga, en Quintanilla de Onésimo, en la Ribera del Duero. Por eso es meritorio que, en ese panorama de excesos y extremos, alguien se haga escuchar sin tener que gritar.

Entre la nostalgia por el ayer y la imagen de un mañana fantasioso, que un edificio ideado para el reposo del vino hable de futuro puede ser una cuestión peliaguda. Pero las mejores bodegas y los mejores arquitectos consiguen descifrar esa compleja ecuación. Y Richard Rogers ha vuelto a ser, al firmar las bodegas Protos, un gran arquitecto.

A la gente de Peñafiel, uno de los primeros asentamientos formados durante la reconquista precisamente en el cerro que hoy marca el límite del término municipal, le gusta describir su pueblo como "la cuna del Ribera del Duero". Y en Peñafiel, Protos fue la primera bodega con esa denominación de origen. La bodega es, en realidad, una cooperativa de los viticultores del lugar situada en un extremo de la franja de 115 kilómetros que forma la ribera a lo largo del río. Allí, entre Valladolid y Soria, pasando por Burgos y Segovia, cada vez son más las bodegas que pueden visitarse en los 100 pueblos forrados de campos de cepas que, durante siglos, han dibujado tanto el paisaje como las tradiciones. No en vano fue en uno de esos pueblos, Baños de Valdearados, donde se encontró, a mediados de los setenta, un mosaico romano con una imagen de Baco festiva y, seguramente, premonitoria. La fiesta del vino que reflejaba el mosaico adelantó casi 2.000 años la denominación de origen, conseguida en 1980, que hoy determina no ya sólo las costumbres y el paisaje de la ribera, sino también la economía, la industria y, por supuesto, el turismo de la zona.

Sólo en Peñafiel hay 10 bodegas visitables que han sacado a la luz algo hasta hace poco oculto y, supuestamente, sin interés turístico: el proceso de maduración del vino fue, durante siglos, un asunto que permaneció enterrado, ensombrecido y, por tanto, invisible, bajo los cimientos del propio pueblo. Así, la identidad de esta localidad vallisoletana pasa fundamentalmente por su profunda relación con el vino. Y ahora, por la reivindicación de ese vino. Por eso era primordial que la visita al nuevo edificio de Richard Rogers despertara otras inquietudes más allá de la buena cata, algo que se daba por hecho. Los gerentes de Protos necesitaban un edificio capaz de explicar su historia, un inmueble que dejara claro que ellos habían sido los pioneros. Los que llegaron primero a relacionar vino y lugar.

Un castillo medieval -con la extraña forma alargada de un barco- anuncia el pueblo desde la carretera que transcurre paralela al Duero. Podría sorprender en otro lugar, pero ya en Peñafiel resulta sumamente coherente que sea el museo del vino lo que ocupe el patio sur de ese castillo. La relación con el vino está en las venas del pueblo: el cerro que corona ese castillo-barco encubre un laberinto de túneles: las antiguas bodegas Protos, donde las barricas llevan décadas madurando a 14 grados constantes. Los respiraderos que, con forma de garita, salpican la colina dan idea de esa ocupación que trufa la montaña de vino de crianza.

En la tripa del cerro
En lugares como éste, la ecología es algo intrínseco y no una moda de temporada. La sostenibilidad y la sabiduría popular se dan la mano desde hace décadas. Así ha sucedido hasta ahora que el vino, sin dejar de ser placer, se ha convertido en una potente industria. Ahora que la producción ha aumentado, los túneles-bodega se han quedado estrechos. Resultan demasiado angostos para introducir las grúas y la maquinaria que facilitan el almacenamiento de las barricas, el trabajo de los operarios y las ganancias de la empresa. Por eso, hoy, continuar con la tradición de excavar y almacenar en el interior del cerro -que mantiene en su vientre el vino a temperatura constante- representaría para una empresa como Protos el fin del crecimiento. Y dejar de crecer es justo lo contrario de lo que la cooperativa tiene intención de hacer. De hecho, este año, estas bodegas han optado por aumentar su producción para exportar el 30% de sus botellas. Así las cosas, con una montaña por la que circula el vino y un pueblo que ya tiene monumento, la operación de levantar un nuevo edificio singular en ese enclave se convirtió en un asunto laborioso.

A base de construir iconos, la arquitectura actual podría dejar de sorprender. Por eso, los 270 cooperativistas de estas bodegas tenían claro que no buscaban un reclamo momentáneo. Querían dibujar el futuro del vino de su región junto al futuro de su pueblo, como siempre ha sido. La relación entre bodega y lugar es aquí tan estrecha que durante las fiestas de san Roque, a mediados de agosto, el vino de Protos está presente en todas las celebraciones del pueblo. En esas fechas, un cerco de toros se construye anualmente en la plaza del Coso. Los afortunados ven las corridas desde los palcos de madera de las viviendas medievales. Esos miradores se alquilan, aunque en este pueblo todavía rige el derecho consuetudinario de vistas que confiere a algunas familias el uso de los balcones pertenecientes a otras para contemplar la plaza alargada. Eso sí, sólo cuando hay corridas, durante las fiestas de agosto.

Con esa historia de vino, reconquista y privilegios, con las tradiciones vivas y con la voluntad de crecer, la relación entre la nueva bodega y el pueblo no parecía asunto sencillo. Partía de la paradoja, casi de un conflicto de intereses. Debía combinar integración y cambio. Pero el arquitecto británico Richard Rogers entendió la complejidad de esa aparente contradicción y la resolvió con ideas contundentes que, en realidad, simplifican su proyecto. Así, el nuevo edificio es una sucesión de cubiertas parabólicas que crean un manto cerámico a los pies del cerro donde está el castillo. Más allá de continuar la escala de la trama urbana, el nuevo edificio hunde en el terreno la mitad de su cuerpo para, con ese gesto, solucionar la temperatura de maduración del vino y mantener a la vez la escala del pueblo. Así, un muro de piedra de campaspero evoca la naturaleza rústica del castillo, saluda al pueblo, recoge un patio -que ilumina las instalaciones- y marca el inicio de una serie de arcos de madera retranqueados. Los arcos, con fachada retrasada, forman porches que actúan como viseras y consiguen bajar la temperatura del interior de las bodegas en los días en que azota el sol. La cubierta cerámica y ventilada contribuye, a la vez, al aislamiento térmico. Mientras que el uso del cristal y el gran patio lateral favorecen que en más de un tercio de las bodegas se pueda trabajar sólo empleando luz natural. Todo eso puede parecer mero sentido común, pero decide que calificar esta arquitectura con la palabra sostenible no sea una mera etiqueta oportunista.

Dada la relación entre vino, bodega y lugar, la visita a este nuevo edificio, que Rogers firma con el estudio de arquitectura barcelonés Alonso y Balaguer, es mejor iniciarla desde el castillo, a vista de pájaro. Habrá quien pueda ver un racimo en la sucesión de cubiertas cerámicas, pero todos podrán observar una manta curva y sinuosa de arcilla que marca el final del pueblo y que, sin embargo, lo continúa a la vez.

A ras de suelo, el nuevo edificio retranqueado de la bodega permite, tras la vendimia, seleccionar la uva fuera, al calor del sol de otoño. En el patio, los camiones descargan cajas con racimos a un paso de la zona cubierta, pero ventilada, que ocupa la primera planta del nuevo edificio. Allí todo está pensado para que nadie pierda un gesto ni un minuto. A partir de ese acceso, el inmueble de Richard Rogers funciona como una máquina: se elige la uva primero, se pisa después, se macera en cubas, se filtra más tarde, se almacena en barricas de roble un piso más abajo, se embotella en el siguiente nivel y se guardan los palés mecanizados repletos de botellas verdes en la zona más profunda de la bodega, donde el tiempo se detiene a esperar unos años.

Madera, acero y cristal
La mitad del nuevo edificio es de madera. El resto es de acero y cristal. Y esa proporción de materiales responde, casi científicamente, al propósito de estas bodegas. La mitad son unas instalaciones al uso. Con tecnología punta, pero con el único hacer, pausado, y por eso tradicional, que admite el vino. El resto es escaparate, demostración, transparencia, exhibición. Había con qué hacerlo y ahora hay donde lucirse. Esa zona deslumbra al visitante y, seguramente, es la más extraña en el edificio. Aunque en los últimos años se hayan desvelado, publicado y publicitado todos los misterios del vino, relacionar vino y luz sigue siendo algo nuevo, inesperado, casi increíble. Sin embargo, el flamante edificio de Richard Rogers quiere llevar claridad a ese misterio. En las bodegas Protos, la transparencia no es tanto conceptual como formal. No se trata de averiguar lo inescrutable como de ahorrar energía y, de paso, aligerar la arquitectura. Esas dos ideas forman parte del ideario que Rogers predica. El credo del que presume desde que lanzara sus ideas en el libro Ciudades para un planeta pequeño. Socialista, el arquitecto británico ha sido durante años el proyectista de cabecera de Tony Blair. Ha buscado recuperar Londres para los londinenses y sacar a los británicos de pubs y clubes para que aprendieran a disfrutar de la calle. Lo suyo es lo público, pero ¿pueden los misterios convertirse en conocimiento público? Esta nueva bodega intentan responder a esa pregunta con un edificio a la vez transparente y terrenal. Liviano y sólido, nuevo y, sin embargo, clásico en el mundo del vino.

En Peñafiel recuerdan que el autor del Centro Pompidou de París celebró allí la reunión anual de su equipo: 150 extranjeros derrochando juerga y buen vino en medio de un pueblo de menos de 6.000 habitantes. El otoño pasado, durante la vendimia, Richard Rogers regresó a Peñafiel para comprobar cómo funcionaba su edificio ya concluido.

La próxima primavera, cuando una gran exposición sobre la obra de este lord laborista con premio Pritzker llegue a las sedes de CaixaForum en Madrid y Barcelona para explicar su trabajo -desde el Centro Pompidou hasta la Terminal 4 de Barajas-, las bodegas de Protos, en Peñafiel, podrán ya visitarse. Entonces, las fiestas del pueblo podrán incluir casi, casi, una bacanal arquitectónica
fuente. http://www.elpais.com/

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