LA HERMOSA HISTORIA DE UNA CHILENA QUE ADOPTÓ A NIÑA HAITIANA.



Verónica Rubio, 40 años, separada, decidió hace más de un año adoptar a un niño en Haití. Chilenas que conocía habían hecho lo mismo y ella también se atrevió. Ahora vive con Witnisse en Santiago, una dulce chicoca que parece sacada de un cuento infantil. Pero Verónica sabe que es recién ahora que comienza lo realmente difícil: legalizar en el país su adopción. ¿Cómo ha sido el proceso? ¿Qué sintió cuando la conoció? ¿Cómo fue transformarse en madre de una negrita de 4 años que hasta hace poco sólo hablaba creole? Todo a continuación. Y, por favor, sin llorar. O con llorar. Cielos: esta historia es tan intensa como bonita. No, no van a llorar. ¿No?
Por Sergio Paz
Verónica camina, en la plaza Place Vendôme de Puerto Príncipe, en dirección a un hombre guapo y corpulento. Él le sonríe. El hombre y Verónica se sientan a conversar.
-La madre de Witnisse no existe -le dice el hombre.
-¿Cómo que no existe? -pregunta Verónica.
-No existe -dice el moreno de 38 años, levantando algo la voz, dando por terminado así el tema.
El hombre es Jean Occelien Totona, el hijo de Dios; el padre de Witnisse, una chica de cuatro años que él mismo dejó, hace unos meses, en el hogar de madame Paul; a unas horas del centro de la ciudad.
"Witnisse -le explica el hombre a Verónica- es fruto de una relación extramatrimonial". Luego le dice que su mujer no quiere a la niña en casa, que ya tienen tres hijos, que él no tiene trabajo y que por eso decidió entregarla en adopción. Jean Occelien le pregunta a Verónica a qué se dedica, dónde vive, cómo es Chile, cómo es Santiago. Verónica, para ilustrar sus respuestas, lleva consigo decenas de fotos del gran edificio sobre Santa María, el lugar donde vive. También de su cabezón gato blanco. Y de sus decenas de amigas y amigos; de Carmen Luz, de Gonzalo, de Hugo Cárdenas, el pintor, todos los cuales han seguido los pormenores del rescate de Witnisse a través de Facebook. "Es lindo tu país" dice Jean, un cesante que, como todos los cesantes de Puerto Príncipe, asegura que se dedica a los business. "Witnisse tendrá mucha más oportunidades si vive contigo ahí. Y yo te ayudaré con todos los papeles porque soy yo quien tiene la tuición de la niña. Sólo te voy a pedir una cosa: siempre recuérdale que viene de Haití".
Se ponen de pie. Se separan. Caminan.
-¿Por qué te llevas a nuestros niños? ¿Por qué lo haces, francesa? Le grita, de una esquina a otra, un haitiano que se acaba de bajar de una feroz camioneta. Verónica con su pelo negro y corto al mejor estilo Juliette Binoche entiende a medias lo que le dicen. Sigue su marcha.
Ocho días después el avión de Copa Airlines deja la isla en dirección a Panamá. Luego enfila a Santiago. Verónica y Witnisse viajan en primera clase. Poco antes de partir a Haití, a Verónica le han comunicado que, tras las vacaciones que había destinado para convertirse en mamá, no podía volver a su trabajo. La habían despedido. Y fue con lo poco que recibió que compró el mejor pasaje. "Para que la niña se sintiera muy bien". Verónica Rubio, periodista, experta en comunicaciones corporativas y manejo de crisis, sabía que no era el momento para flaquear. Cuando el avión puso sus ruedas en Merino Benítez sabía perfectamente que no era el momento para debilidades. Había que avanzar, caminar. Presentar pasaportes. Enfrentar a la policía.
-¿Todo bien mamá? –preguntó Witnisse a su manera. Su dulce manera.
-Todo bien cariño –dijo Verónica. Apretando la guata.

Fue hace unos dos meses atrás que conocí esta historia. Carmen Luz y Gonzalo, una pareja de amigos en común, celebraban con un asado el término de una interminable ampliación. Ahí estaba también Verónica Rubio, Verito, tan nervioso como entusiasmada porque unos días después partiría a buscar a su hija a Haití.
-La voy a adoptar –dijo Verónica, con un especial brillo en sus ojos.
Ahí me contó la historia. Isabel Araya, la mamá de Rafa Gumucio, juntaba ropa para un orfanato que, junto a su marido en segundas nupcias, el embajador de Chile en Haití, apadrinaban en Puerto Príncipe. Verónica, entusiasmada, colaboró. Y, en el proceso, estableció un contacto especial con Rose Marie, una mujer que entonces había adoptado una guaguita que ahora debe tener unos dos años.
-Qué ironía. Mi jefa, en la empresa donde trabajaba, me dijo: ¿Sabes? Tú deberías adoptar a un niño haitiano. Y empecé a pensarlo. Pero Rose Marie me había dicho lo difícil que era ya que en Haití son tan pobres y todo es tan irregular que, en esta materia, no están adscritos a ningún tratado internacional. Por eso, cualquier cosa que hagas allá, no tienen ninguna validez en otro país. Es todo un rollo. Pero ella me entusiasmó al mostrarme el camino. Y me dijo que era difícil pero no imposible. Que si quería iba a poder.
Verónica siguió contando su historia.
-Todos los trámites que puedas hacer en Haití no tienen validez en Chile. Son obstáculos naturales. Por eso, cuando vas y traes un niño, sabes que al principio él no va a tener protección. Incluso me entrevisté con el Sename y me dijeron lo mismo. Pero es la opción mas concreta. Tengo cuarenta años y, si quiero adoptarlo, tiene que ser ahora. Es ahora o nunca.
La música sonaba fuerte en el asado. Pero, entonces, sólo tenía oídos para Verónica que, lo recuerdo perfecto, lo dijo sólo una vez en la cocina: "Esto no es una parada. No es que diga, yo puedo sola, sin hombres. De hecho tuve una relación muy larga, de casi 9 años, e incluso me casé con él. Pero no funcionó. Y yo siempre había querido adoptar un niñito. E incluso estaba dispuesta a adoptar uno grande. Aunque sabía, claro, que con uno chico hay muchas más posibilidades de acostumbrarse".
Ya tarde, ofrecí llevar a Verónica a su departamento en Mapocho.
-¿Y ya conoces a tu hija?
-He visto fotos -dijo Verónica, con una sonrisa en la cara, como si abrir su inbox equivaliera a salir de una resonancia.
-Suerte con tu adopción.
-Buenas noches
-Buenas noches
Dos meses después toqué el timbre de Verónica.
-Je suis Witnisse -dijo una niña al otro lado del citófono
-Je sui… -intenté decir, a modo de presentación. Pero no alcancé.
-Pasa, pasa, esta es la casa de Witnisse -dijo la niña, en perfecto español.
Verónica Rubio vive en el quinto piso de uno de esos monumentales departamentos, bien emplazados entre Patronato y el río. Barrio de artistas, quien abre la puerta es una dulce chica que en poco tiempo se ha ganado el corazón de la vecindad. Y la razón parece evidente: Witnisse viste onderas zapatillas Adidas y un moderno suéter azul. El pelo motudo lo sujeta con un cinto verde fosforescente. Al cuello lleva un collar multicolor que le ayudó a fabricar su nuevo amigo: el pintor Rodrigo Cabezas.
Witnisse, hay que decirlo, es preciosa. Tiene lindas facciones, ojos de Bambi, y una sonrisa que, a cualquiera, rápidamente le pone los ojos vidriosos.
-¿Te gusta tu casa avec mamá? -pregunto a Witnisse.
-Oui, oui -dice ella, antes de abrazarse a mis piernas.
Verónica ofrece un café en la gran cocina donde ha habilitado una pieza de juegos.
-Yo lo hago -dice Witnisse
Verónica levanta los hombros. Dice que Witnisse siempre ayuda a preparar la comida. Toma un cuchillo y pica. Tras comer lava los platos, las cucharitas. "Es una exquisita" dice chocha Verónica.

-Mostrémosle al tío periodista que aprendimos a contar con los dedos en español.
-Uno, dos, tres, cuatro cinco, seis…
-Bravo -decimos a coro.
-¿Te gusta Chile Witnisse?
-¿Chile? Oui, oui.
Con el café en la mesa, conversamos.
-¿Y ahora qué?
-De pronto –dice Verónica- empiezas a acercarte a una cosa que es absolutamente compleja. Primero fue convencer al cónsul y a las autoridades haitianos que yo era una persona confiable. Pero todo eso era de palabra. Recién ahora debo empezar a hacer los trámites heavies. Ahora viene lo duro. El mismo proceso legal que han tenido que hacer todas las mamás y papás chilenos que han adoptado niños en Haití. Y es que la ley no los protege. Ahora ella no es mi hija. Yo soy una tutora que está con ella. Y ella con su apellido, que se lo voy a mantener, pero sin seguro de salud. Sin nada.
-Llegaste a Haití y fuiste al orfanato. ¿La reconociste inmediatamente?
-Miré a todos los niños e imaginé que podía ser ella. Pero no la había visto a los ojos así es que no sabía. Había, sí, una posibilidad. A ella la vi y de inmediato supe que era una sobreviviente. Estaba paradita y me miraba. En sus manos sostenía un bebé. Junto a ella sus amigos…
-Tiato, Tatita -interrumpe Witnisse.
-Todos sus amigos tienen nombres como de futbolistas –dice Verónica.
Hay que decirlo: Haití no es sólo el país más pobre del Hemisferio Occidental, sino también el que tiene el mayor índice de Sida en la región. Según ha informado la Unicef, cada año nacen en Haití unos cinco mil niños infectados con el Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida y los expertos estiman que, al menos unos 200 mil, han quedado huérfanos por causa de esta enfermedad que, sistemáticamente, ha devastado a este pobre país donde el 80% vive en la pobreza. Y, de sus habitantes, 1.200.000 haitianos en la miseria. Por lo mismo, pocas mujeres ahí pueden sobrevivir sino es recurriendo a la prostitución.
Cuando Verónica partió a Haití, no sólo no había visto a los ojos a Witnisse sino que además tampoco sabía su verdadero estado de salud. Y eso, claro, es parte del heroicismo de esta decidida mujer, a quien el de arriba parece que no sólo la iluminó sino que también la acompañó. Verónica tuvo suerte.

-Yo tenía terror -dice Verónica- de que la niña estuviera enferma. Que, por ejemplo, tuviera sida. Aparte que estuviera desnutrida y con severo daño sicológico por todo lo que ha pasado en Haiti. Pero resultó que no. Tito, un amigo pediatra que resultó ser experto en enfermedades de Haití, se ofreció a atenderla gratuitamente y la encontró muy bien.
-Sí, parece saludable -digo, mientras observo que Witnisse se mueve como si le acabaran de dar cuerda.
-Le falta un poco de calcio y vitaminas, pero está bien. Ayudó que se criara con su papá, un hombre bueno, que no podía hacer más.
-Debiste haberte traído a los dos -bromeo.
-Los haitianos comen toneladas de carbohidratos: se hacen un sándwich de spaghetti con pan. Por eso a Witnisse, ahora, hay que tenerla controlada –dice Verónica, cambiando de tema.
-¿Y qué pasa cuando regresas a Santiago con una negrita en tus brazos? ¿Sientes la ciudad distinta?
-Lo primero fue darme cuenta que me había quedado sin pega. Perdí la pega. Las jefas habían dicho: "Dale una vuelta. No te hagas expectativas" pero aquí estoy y este tiempo me ha servido para estar con ella. Y Witnisse es encantadora y ya en el barrio todas la conocen. El otro día íbamos caminando, ella diciendo bon jour, bon jour. Hasta que vio a un negrito. Ahí levantó su pulgar y grito ¡uuuu!
-Witnisse será la morenaza del barrio…
-Y con mamá soltera. Todo diferente. Ella no será igual que otros niños.
-Pero en este mundo Colors de Benetton todo debe ser más fácil ¿no?
-Mi experiencia es que en Chile todo parece fácil. Pero siempre pasa algo y justo lo menos esperado se da vuelta.
-La diferencia podría ayudar.
-Sí, la familia contemporánea es diferente. Como mujer, siempre tiendes a querer un escenario un poco más normal: con tu pareja, una casa, un trabajo. Y sólo entonces sales a buscar riesgos. Pero en mi caso se dio como se dio.
-¿Fue difícil entrar en confianza con Witnisse?
-Al principio observaba su carácter y decía por Dios que es energética. La verdad es que al principio no nos entendíamos. Ella, en creole, me decía bájame los calzones. Pero no entendía. Así es que me llevaba donde su maleta, mostraba unos y hacía señas para que la ayudara. Los primeros días fueron intensos. Pero después nos empezamos a mirar y hacer cariñito. Cada noche ella me contaba su historia.
-¿Entiende el cambio?
-Perfectamente. Y dice que en Haiti las calles no son bellas. Pero en Chile sí.
-¿Sí?
-Oui -dice Witnisse.
Según dice Verónica, el momento más emocionante ocurrió dos semanas atrás. Entonces, Witnisse estaba cantando. Y ella, en la cocina, la observaba. Fue entonces que, por primera vez, sintió que era su hija y comenzó a llorar. "¿Qué pasa, mamá?", preguntó Witnisse preocupada. "Nada, nada" dijo Verónica que hasta ese momento se había preocupado de atinar: tenerle ropa limpia y cocinar, prenderle la estufa, prepararle la cama.
Desde ese momento, asegura Verónica, las cosas han sido más fáciles. "Ahora me preocupo -dice- de lo que debo preocuparme y ella está menos ansiosa". Importante, asegura, ha sido la red de apoyo que han construido sus amigas y amigos. Muchos con hijos. Otras, también con 40 o más, sin hijos, que están con tratamiento de fertilidad. "Y claro -dice Verónica- ellos se encantaron con Witnisse. Y ahora tengo amigas que también quieren adoptar. Pero no son muchas. Aparte esto no es llegar y hacerlo. Esto es algo que te sale del alma.".
Cae la tarde frente al departamento de Verónica. Witnisse me acompaña a la puerta. Ella dice: "Este es el departamento de Witnisse". Luego ella sonríe. Y uno también.

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